Por Lola B Gallardo
-Haremos todo cuanto esté en nuestras manos. Debemos ser cautos, pero seguro que la evolución es favorable, declararon al principio las autoridades sanitarias. Sin embargo, Irina llevaba horas sin oír una voz de aliento; sentada junto a Vasily se limitaba a llorar acomodando en la butaca su enorme barriga.
A las tres de la tarde el médico entró en la habitación. Irina esperaba palabras de ánimo, pero cruzó el pasillo sin decir nada. Hasta ese momento nadie había hecho demasiado por Vasily, ni por el jefe o por los demás compañeros. Ni siquiera los habían lavado. Pasaban revista y después se iban dejándolos en aquella enorme sala, como a gusanos que esperasen una metamorfosis.
Sólo la esposa del jefe de bomberos era informada con cierta regularidad. Cuando Irina llegó al hospital ella ya estaba allí. Le pareció una mujer vestida con sencillez. Se fijó en que tenía un bolso de mano marrón encima de la mesilla de noche de su marido; de vez en cuando lo abría y bebía un sorbo de una botella. Irina supuso que era vodka. Había intentado preguntarle por el tiempo que estarían en esa habitación, pero se mostró celosa de lo mucho o poco que dejara de saber, y se giró dándole la espalda.
Cuando se cansaba de estar sentada, Irina se acercaba a una de las ventanas. Afuera todo estaba tranquilo. La vida seguía en las calles con sus puestos de fruta y de refrescos, unos niños salieron de la escuela de música con instrumentos pequeños en sus fundas y tres mujeres corrían para tomar el autobús 22.
Irina contempló a Vasily dormido. Detrás del plástico trasparente parecía una crisálida moribunda. Las pestañas, las uñas, la risa, los sueños…, todo se había vuelto venenoso. Todas las cosas en Vasily se envenenaron con el fuego del reactor número cuatro. Estaba tan pálido que resultaba difícil reconocer en él a Vasily Gurchenko. A veces se rascaba la cara como si lo acosase un picor insoportable. Irina se conformaba con mirarlo. Un cartel a los pies de la cama decía: “No tocar a los enfermos”.
Vasily se movió y respiró con brusquedad. Fue sólo un instante, pero esa leve agitación le recordó al hombre despierto de unas horas antes en su piso comunitario de la Avenida Lenin.
-Vas a llegar tarde -le había dicho con dulzura ese mismo día.
Sin prestarle demasiada atención, Vasily, ya vestido, la había recreado de arriba a abajo. Después se apartó, y como quien contempla una obra de arte se quedó observándola con lentitud.
-Me gustaría no tener que llegar -respondió mientras se agachaba para calzarse.
De nuevo en pie se giró sosteniendo una cámara de cine imaginaria. Al borde de la cama empezó a recorrer el cuerpo redondo y desnudo de Irina, grabándola. De puntillas se regodeó en una perspectiva aérea. Irina recostada se burló de él:
-¿Qué haces, bobo? ¿No ves que me pones nerviosa mirándome desde ahí como un pasmarote?
Vasily se atusó los bigotes ficticios de artista para contestar exageradamente:
-¿Que qué hago, Irina? ¿Qué hago? ¿Qué voy a hacer? ¡Amarte, Irina, amarte desde todas las perspectivas posibles! ¡Voila!
Se había inclinado con una reverencia de quitarse el sombrero y el gesto teatral la hizo reír. Parecía un hombre lleno de esperanza.
Aún le dio tiempo de besarla, mientras abril respiraba plácido. La ventana de la habitación estaba abierta y sus risas retumbaron en las calles oscuras de Pripiat. Desde el quicio de la puerta, ya sin mirar, le había dicho adiós agitando su mano. Lo oyó bajar las escaleras de dos en dos porque llegaba tarde, pero seguramente todos en el turno de noche sabían que el bombero Vasily Gurchenko no era puntual.
Irina se secó las lágrimas. Luego fue a refrescarse al baño. Caminaba con dificultad. Le pesaban las piernas hinchadas como botas. Delante de la pila de manos esperó a que el agua saliera fresca, pero entonces, en un acto súbito e inesperado, cerró el grifo. Un escalofrío le recorrió la espalda. Imperceptible apenas.
Al salir del aseo volvió a la habitación. Casi todos los bomberos estaban solos. Sus familiares habrían salido a buscar algo de comer o a fumar un cigarrillo. Ella había dejado de fumar cuando supo que estaba embarazada. Orgulloso, Vasily le contaba a menudo que los compañeros habían preguntado por ella amablemente. Era muy feliz de verla tan gordita. El jefe incluso se interesó alguna vez por saber si lo que esperaban era un niño: “No lo sé, señor. Está muy redonda y dicen las viejas que tiene cara de niña. No imaginé nunca que llegase a engordar tanto. Bueno… que nazca bien y pronto, en su tiempo quiero decir…Bueno, eso es lo importante”, le contó que había dicho.
Irina se quedó de pie junto a Vasiliy. Desde la cama de enfrente una voz joven susurró:
-Usted es la mujer de Vasily Gurchenko.
–Sí, contestó Irina.
–Un hombre muy simpático…-comentó el chico, que parecía menos cansado que Vasily, aunque debía tener su misma edad. Tiene una foto suya en la taquilla –añadió-, y la besa continuamente. Nos reímos. Es bueno reírse –musitó el joven-. ¿Sabe? Vasily siempre repite con el jefe el mismo ritual cuando llega tarde.
Complacida, Irina se levantó inclinándose sobre la cama para escuchar mejor la historia a través del plástico.
–Algún día no te va a salvar ni la excusa del amor. Así le regaña el jefe cuando ve a Vasily asomar por el portón. Le pide que deje abierto, porque le gusta ver la noria recortarse contra la noche. Entonces Vasily le replica con descaro: Es usted más romántico que yo, señor. Está enfermo de nostalgia infantil. Eso le dice su marido al jefe. Cállese Gurchenko o se le va a caer el pelo. A sus órdenes responde Vasily disciplinado. Los demás lo vemos aparentar que está muerto de miedo y empezamos a reír.
El joven tosió con sequedad. Irina quiso ayudarlo, pero sólo acertó a abrir su mano sobre el plástico. Vista desde dentro la mano debió parecer una mariposa inútil.
Cuando Irina volvió a sentarse junto a su marido, la mujer del jefe la miró de reojo. La butaca era nueva, de madera dura e incómoda, un modelo de silla de hospital soviético sin demasiado adorno. Las inauguraciones se sucedían como síntoma de prosperidad. El parque de atracciones abriría para mayo. Todo era nuevo en la moderna ciudad de Pripiat.
A veces, con Vasily había visto algún acto público de lejos, aunque no iban nunca. A Irina le aburrían los discursos, pero según Vasily el jefe había estado presente en la inauguración de los reactores uno y dos, y del reactor cuatro había llegado a decir que era tan limpio y seguro que no le importaba que lo hubiesen instalado en su propia casa. También estuvo presente el día que abrieron la piscina cubierta.
Vasily no paraba de hablar; siempre la volvía loca con nombres de compañeros y sus hijos, sus mujeres y las abuelas y los abuelos, y ella le imploraba: “¡Vasily, ya!”. Él, como un niño caprichoso, se apartaba un rato al fondo de la cocina y después volvía a la carga con más historias del cuartel y con la hija mayor de Ignatenko: “ya sabes, el de Minsk. Sí, mujer, el que fue bombero en Kiev con el hermano de Igor Pre…”. Irina le llenaba la boca de besos para hacerlo callar. Entonces se volvía para seguir pelando patatas. Vasily en silencio le acariciaba las caderas con las manos ásperas. Le levantaba la falda e Irina se giraba sonriente con el cuchillo en alto:
-¡Que me dejes en paz!
Inmóvil al lado de su cama recordó lo mucho que a Vasily le gustaban las patatas asadas con ajos tiernos. Cuando salieran de allí sería lo primero que le preparase. Asaría patatas y harían el amor. Ahora Irina no sabía decidirse por el orden. También le rogaría, no, no, no le suplicaría que le hablase de todo lo que le viniera en gana. Iba a pedirle que le contara otra vez la historia del día que invitaron al jefe a la fiesta de inauguración del cine. Se la había relatado mil veces, pero Irina le diría “una más”. Vasily recordaría que a la salida alguien declaró en la emisora de radio que la central era la gran esperanza para la gente de los Bosques del Norte. Después seguro que iba a decirle que las autoridades más distinguidas comieron en el salón principal del restaurante. Según Vasily, el jefe había pedido que le sirvieran perdices escabechadas y vodka frío, y se jactaba de esa comida como quien se satisface de la abundancia repentina de un campo que florece contra el olvido. “Prospera” reflexionaba. “Podía haberse visto condenado a cuidar cerdos y muflones como su abuelo, pero prospera”.
Irina intuyó que el jefe debía de ser un hombre de convicciones firmes; la inestabilidad en Pripiat quedaba reservada a los átomos de uranio y al corazón distraído de Vasily Gurchenko.
Ahora Irina escuchaba al jefe de bomberos respirar con dificultad en la cama de al lado. Bastaba con volver un poco la cabeza para verlo convertido en otra crisálida. A ratos, abría los labios amoratados y boqueaba como los peces a los que les falta el aire. Miró a su mujer; ella no estaba embarazada y no había tocado ni una sola vez el plástico. Quizá no deseaba besarlo. Irina pensó en los pies descalzos de Vasily. Eran desproporcionadamente pequeños. Los hubiera querido acariciar en círculos redondos y concéntricos, pero no lo consideró prudente. “No tocar a los enfermos”.
Una enfermera recorrió la sala. Con la tristeza del oficio miró a los familiares, casi todas mujeres. Después se acercó a Vasily y anotó algo en una hoja. Tal vez la temperatura, aunque no le habían puesto el termómetro. Tampoco le sacaron sangre, ni le registraban muestras de orina. Le habían cambiado la bolsa de la sonda y sólo parecían esperar. Mientras tanto Vasily dormía. A veces se agitaba un poco, sediento.
A través de los plásticos, Irina vio borrosa a la mujer del jefe. Era guapa. Tendría unos cuarenta años, quizá alguno más. Sus manos se agitaban en el aire exigiendo explicaciones a la enfermera. Irina le vio las uñas pintadas con cuidado. Una pulsera con campanillas tintineó cuando se cerró el cuello de la camisa. Después se alisó la falda y se dispuso a salir de la habitación. Al pasar por delante Irina pudo verle los ojos azules, casi grises. Parecía incómoda con su presencia y, mientras recorría el pasillo, apretó el paso. Los tacones resonaron por toda la habitación. Las crisálidas temblaron a punto de caer.
Se recostó en la butaca estirando las piernas. En esa postura el peso se aligeraba un poco, pero la barriga estaba allí, delante de sus ojos. Irina comenzó a acariciarla con la avaricia de quien distrae sus manos en un cofre de monedas y las deja caer una tras otra rozándolas levemente. Era como si recorriese un mapamundi de la mano de Vasily Gurchenko, pero Irina hizo ese camino sola mientras él permanecía intacto a su lado.
-No hay moscas…, no hay moscas ni zumban las abejas, -dijo el jefe de forma imprevista.
La voz sonaba ronca, quemada. A Irina le llamó tanto la atención el sonido que no reparó demasiado en que había hablado con claridad. Rodeó la cama de Vasily para verlo de cerca. Al pasar por el cartel de “No tocar a los enfermos” lo golpeó sin querer con la mano derecha. El cartel se estrelló contra los barrotes metálicos y el ruido fue desagradable:
-No hay moscas…-repitió el jefe al tenerla delante.
Irina se dio cuenta de que era cierto. Las ventanas estaban selladas, pero aun así no se veían moscas arremolinadas en el cristal. Tampoco había polillas inquietas alrededor de las lámparas del techo. Solo un puñado de hombres atrapados en plásticos trasparentes, y familiares dispersos.
De frente, el jefe le pareció un hombre más enfermo que Vasily. Estaba excitado, delirante. Verlo tan reseco le produjo desasosiego y no quiso seguir escuchando. Era sólo un incendio en el reactor número cuatro. Qué importaba que no hubiese moscas; todo era normal. La escuela de música estaba abierta y la gente en las calles compraba refrescos. Las moscas volverían cuando tuviesen que volver. Además, nadie había dicho nada. Ella sólo deseaba abrazarse a Vasily. Cuando regresaran a casa le asaría unas patatas con ajos tiernos. Si. Ese sería su premio al volver. Irina era una mujer disciplinada y no iba a tocarlo. Ahora no. Eso estaba prohibido, pero cuando se tumbasen en su cama le diría: “Vasily, cuéntame lo que quieras”, y después harían el amor hasta quedar exhaustos y él arrastraría las manos sobre su tripa embarazada como si salieran de viaje.
El golpe seco de una puerta retumbó al fondo del pasillo. La mujer del jefe atravesaba la habitación haciendo temblar de nuevo toda la sala. A la altura de la mesilla de noche de su marido cogió el bolso y se limitó a cerrarlo. Esta vez no bebió. Se lo colgó del hombro con intención de marcharse. Se besó el dedo índice, dejando el beso sobre el plástico transparente como una despedida. Al cruzar por su lado, Irina quiso retenerla:
-Su marido…perdone… ha dicho que no quedan moscas…
La mujer que pasaba de largo se detuvo y la miró con algo parecido a la piedad:
-Dentro de poco no quedarán ni ratas. Todo está envenenado. Se cuela invisible. La tierra, el agua, la distancia que nos separa es veneno. La voz se le cortó, y a Irina no le pareció tan inaccesible:
-¿Y su marido? Quiero decir, ¿usted…?
-Mi marido se muere, -contestó la mujer como si al hablar le molestase su propia saliva, -y el suyo no va a correr mejor suerte. Cada bocanada de aire nos envenena. Coja lo justo y váyase. Con las horas será más difícil salir. Aún hay fuego en el reactor cuatro.
Quedaba poca luz. Asustada, Irina se desplomó. Le sudaban las manos. No quería respirar ni moverse. No quería que la rodease el aire denso que flotaba como un enemigo sin moscas. Le angustiaban el pelo y las uñas. Se restregó los labios con las mangas del vestido tratando de limpiarlos. Contó en voz baja los días que quedaban para salir de cuentas.
El chico de la cama de enfrente la miraba con una sonrisa fija. Con las yemas de los dedos, Irina levantó discreta el plástico que cubría la cama de Vasily. Como si se adentrase en un santuario buscó la aspereza de sus manos para que acariciara la barriga redonda. Estaba frío. La mujer del jefe salió de la sala llevándose el acero gris de sus ojos. En el tacto inmóvil de Vasily Gurchenko Irina supo que su tierra se moría. Invisible se recostó en la butaca.
Excelente, para variar. Eres increíble!
Un relato que exhuma tristeza. El frío de la antigua URSS cala los huesos. La esperanza del porvenir rota por una injusticia. La pluma de Lola te transporta donde ella quiere.
No hay nada que me enganche más que una historia de amor enmarcada en la URSS. Enhorabuena.
Este cuento me ha conmovido, me ha parecido que está muy bien escrito suscitando emociones a medida que lo vas leyendo. Mi enhorabuena a la escritora.
Me ha encantado el texto, creo que esconde una historia increíble muy adecuada a la imaginación y conocimiento de su autora.
Un saludo,
Laura
Eres genial. ..cada cuento nos gusta más
¡Precioso, me ha encantado!
Un cuento muy bien narrado.
Me ha encantado tanto la historia como la manera de contarla.
Me encantan tus cuentos!!
con ganas ya del siguiente
Está genial! Me ha encantado!!!
Magnífico y emotivo relato. Escrito con mucho talento. Deja con ganas de saber más de la historia.
Me ha encantado….. y me has dejado con gana de más… no queria que acabase.
Otro relato sorprendente. No deja a nadie indiferente. Otro viaje en el tiempo maravilloso. Enhorabuena!
Desde que leo lo que sale de tu pluma, siempre me ocurre lo mismo, desilusión por tratarse de un relato corto. Uno se queda con ganas de más. Gracias por escribir e involucrarnos en tus historias. Juanjo
Nunca me defrauda esta chica. Me ha encantado! Por favor sigue escribiendo
Precioso relato. Es un verdadero placer leer a Lola.
Me ha encantado! Que suerte de escribir de esta manera y mucha más suerte poder disfrutar de ello. Enhorabuena!
Otra historia maravillosa, tierna pero triste, de amor y muerte. Lola es capaz d condensar en pocas palabras buen relato, descripción sucinta y diálogo suficiente para que el lector complete el paisaje de emociones. Sigue maravillándonos.
Muchísimas gracias por todos los comentarios. Gracias por vuestro cariño!
Un relato que no deja indiferente y cautiva hasta el final, lleno de ternura y sensibilidad. No dejes de sorprendernos y espero que pronto nos deleites con más.