Por Rafael Caunedo
El día que me comunicaron la muerte de mi padre me encontraba en lo más alto del Al Faisaliyah Center de Riad, Arabia Saudí, justo allí donde Norman Foster ha ideado un lujoso restaurante giratorio como colofón a un edificio basado, según confesión de mi insigne colega, en un boli BIC. Mi teléfono estaba sobre la gran mesa redonda que me separaba del jeque bin Salmán bin Abdulaziz Al Saud y su séquito. Lo había dejado allí al comenzar la reunión, igual que hacen los pistoleros con su revolver cuando se sientan a jugar al póker. Era como una pequeña isla en la inmensidad de aquel mar de caoba, solo acompañado de una jarra de cristal con agua y hielos, una copa alta y fina, y una servilleta de cóctel con el logotipo del restaurante bordado en negro, todo dispuesto sobre una bandeja de plata sin adornos.
Lo había puesto en modo silencio, pero la vibración provocó un ligero e inesperado zumbido sobre la madera. El equipo jurídico del jeque paró por un momento de supervisar el contrato y todos alzaron la mirada hacia mí. Miré la pantalla. Era un número de España, con prefijo de Asturias. Colgué. Con indiferencia dejé el móvil sobre la mesa de nuevo y me enfrenté con mirada fría al reto de aquellos abogados que, inexpresivos, parecían no entender cómo era posible que no hubiera desconectado el teléfono al comenzar. Eran cuatro, dos a cada lado del jeque, vestidos con trajes occidentales de corte clásico, peinados como brokers de Wall Street y oliendo a dólares. Yo también iba con mi abogado, Trevor Lewis, con el que comparto amistad y sastre. También huele a dinero aunque, como buen inglés, lo disimule mejor.
El jeque apenas gesticulaba. Permanecía sentado y quieto, hierático, hasta el punto que la liviana tela cuadriculada de su kufiya parecía rígida, como esculpida en piedra sobre su cabeza, y las arrugas de su túnica tenían la disposición elaborada y estudiada de una obra de arte. Me miraba. Me miraba fijamente. Me habían advertido que no estaba acostumbrado a que le devolvieran la mirada, por lo que me recomendaron buscar cualquier punto de referencia en el que perderse. Me sentía estúpido allí sentado mirando el horizonte a través de los inmensos cristales de la fachada. A mis sesenta y cinco años y con mi trayectoria aquello simplemente me parecía ridículo. Estaba anocheciendo. Las luces de los coches ahí abajo delineaban la cuadrícula de las calles de Riad, unas rojas, otras blancas. Al fondo, el desierto. Un helicóptero de la policía sobrevolaba la ciudad.
Lo seguí con la mirada. Me concentré en la luz roja que parpadeaba debajo de su cabina e intenté contar mentalmente los segundos que tardaba en volverse a encender. Cuatro segundos. Cuatro segundos. Cuatro segundos. El tiempo pasaba despacio. ¿De quién era aquel número de España?, recordé de pronto. Cada abogado del jeque repasaba su propio documento con la cabeza inclinada hacia delante. Los cuatro llevaban la raya a la izquierda. Tres diestros y un zurdo. Solo uno llevaba gemelos.
El teléfono volvió a vibrar.
Me disculpé y me levanté para contestar. Salí del reservado y fui hasta los ascensores. Me situé frente a un ventanal para seguir mirando al helicóptero superpuesto al skyline iluminado de la ciudad. Cuatro segundos. Cuatro segundos. Apenas ya había un ligero tono anaranjado en el horizonte y el desierto se convertía poco a poco en un mar azul hasta desaparecer en la oscuridad de la noche. Accioné el botón verde para hablar. Hacía mucho tiempo que no hablaba en español con una mujer.
Dos minutos después ya no tenía padre.
No lloré o, si lo hice, no fui consciente de hacerlo. Me senté en una butaca de cuero color arena enfrente de las puertas de acero pulido de los ascensores. Me vi reflejado en ellas con el móvil aún atrapado en la mano. La redondez de mi cráneo, apenas con una finísima pelusa blanca, se perfilaba delante de un gran cuadro de David Hockney, situándome justo en medio de dos hombres sentados en sendas butacas frente a una mesa baja con un frutero y dos pilas de libros. Yo, en medio de ambos, miraba al frente. Por entonces no reparé en la obscena vulgaridad que supone colgar un Hockney en el descansillo de los ascensores. A los pocas semanas busqué el título de aquel cuadro del que por unos minutos formé parte. Christopher Isherwood and Don Bachardy, se llamaba, pintado en 1968, y barajé la posibilidad de hacer una oferta para comprarlo y rescatarlo de aquella ignominia, aunque jamás lo intenté. Tal vez por miedo a revivir aquel momento. Me vi de pronto rodeado de los colores vivos del cuadro formando parte de un decorado, como si la noticia de la muerte de mi padre hubiera tornado mi mundo en algo naif. Mi traje oscuro y la lividez de mi rostro resultaban grotescos envueltos en aquellos azules y amarillos, rosas y malvas. No lloré, aunque recuerdo querer hacerlo. O lo hice pero no lo recuerdo Tal vez ni siquiera quise hacerlo. O no supe. Una llamada desde España y ya no tenía padre.
Así de simple. Una voz anónima, alguien que desde el otro lado del mundo te dice que lo siente mucho, que tiene muy malas noticias para ti. Aquel tipo del reflejo ya era oficialmente huérfano y se acababa de levantar de una mesa donde se estaba formalizando la firma de un contrato de varios cientos de millones de dólares.
Volví a la reunión. Dejé el teléfono sobre la mesa y seguí esperando en silencio. Por fin, uno de los abogados cerró su portafolios y se echó hacia atrás en la silla, dejando a continuación el bolígrafo corporativo sobre el documento. A los pocos segundos, lo hicieron los otros tres, como si estuvieran programados. Uno de ellos, el que estaba a la derecha del jeque, se acercó a él y, siendo cuidadoso para no rozarle, le dijo algo en voz baja, a lo que respondió con un parpadeo sutil y desganado en señal de aprobación. Uno de los asistentes, mitad chófer mitad guardaespaldas, que permanecía de pie al fondo de la sala se acercó para coger el contrato y acercármelo. Lo dejó al lado de mi teléfono y después me ofreció amablemente un bolígrafo con el que firmar. Tenía dos pequeñas heridas en los nudillos. Y entonces firmé una tras otra todas las hojas. Mi mano no tembló ni una micra al hacerlo. Lo hice olvidando por unos minutos que mi padre acababa de morir.
En ese momento me cuestioné si tenía alma.
Me sobrevino entonces una dosis visceral de desprecio hacia mí mismo, una especie de repulsión por mi falta de, digamos, humanidad. Me fue imposible manifestar cualquier tipo de emoción, ya fuera de exaltación eufórica por la firma del contrato, o de absoluta desolación por la muerte de mi padre. Dudé por un momento si era sangre lo que corría por mis venas. Ni siquiera sentí emoción alguna cuando el sello de la Casa de Saud apareció en forma de anillo y bailó en el aire mientras el jeque rubricaba aquel contrato con una firma sobria, como de niño, apenas tres líneas entrelazadas fácilmente falsificables. Tres líneas que suponían la compra de mi segundo proyecto arquitectónico para Riad: un complejo turístico en el que no se había reparado en gastos. Y yo, mientras, sólo miraba la luz roja del helicóptero parpadeando sobre la ciudad, incapaz de valorar lo que aquel momento suponía en mi vida, emocional y económicamente, todo junto, revuelto. ¿Fue el dinero lo que me impidió llorar por mi padre? ¿O fue su muerte la que me impidió disfrutar de mi éxito? Todo a la vez, allí mismo, sobre aquel mar de caoba que me separaba del jeque. No abrió la boca, ni siquiera para despedirse. Me pidieron que me quedara en el reservado hasta que él hubiera salido del edificio. Se puso en pie despacio, como si le doliera la espalda, y desapareció por la puerta rodeado de su séquito sin dirigirnos la mirada.
Trevor ordenaba su maletín de pie. Le oí suspirar. Me hubiera gustado saber por qué suspiró. En otra situación lo hubiera hecho, pero en aquel momento no lo hice. La gente suspira siempre por algún motivo. Vi mi teléfono sobre la mesa y me incorporé para cogerlo. En la pantalla apareció el registro de llamadas. Tal vez debí decirle a Trevor que mi padre acababa de morir para que así viera justificado mi silencio. En cambio, reservándome aquel dolor, no lo hice. ¿Aquello era un dolor? En realidad no tenía ganas de nada. El número era de España, de la Asturias de mi niñez, de aquella mujer, la “doctora no sé qué”; era incapaz de recordar su nombre. Cuatro segundos. Cuatro segundos. Cuatro segundos. El helicóptero por fin dejaba de dar vueltas alrededor de la torre con la marcha del jeque. Mi dedo, dubitativo todo él, se posó con miedo en el botón de llamada. La doctora “no sé qué” fue rápida en cogerlo. La llamé para decirla que volaría a España lo antes posible, un par de días a lo sumo, y que me gustaría hablar con ella. Claro, dijo, le esperaré.
Nos dieron aviso de que podíamos salir. Esperando al ascensor me volví a encontrar con el cuadro de Hockney. Vi a mi padre en él, junto a aquellos dos hombres, sentado en el poyo de casa y las manos llenas de sangre despellejando un conejo.
El cuadro en cuestión de Hockney aparece en el siguiente enlace: https://www.timeout.com/london/blog/tate-britain-will-stay-open-until-midnight-for-the-david-hockney-exhibition-032817.