Por Iñigo Garcés
Era ya de noche. Mi hermano dormía en la otra cama. Mi madre, en la habitación de al lado, se estaba acostando. Mi padre siempre se demoraba un poco, revisando papeles de su pequeño negocio y escuchando “el parte” en Radio Nacional; no teníamos televisión. Me solía costar dormirme y, a veces, no podía evitar escuchar la conversación cuando llegaba mi padre. Aquella noche, hablaba con voz entrecortada, muy emocionado. “Han matado a Kennedy”, dijo. Mi madre contestó, también impresionada: “¡Qué pena! Con lo joven que era…”
Naturalmente, al día siguiente la noticia ocupaba todos los periódicos y llenaba todos los informativos. “Mientras que en nuestra España llevamos casi veinticinco años de paz, en las disolutas democracias impera la violencia y llegan a matar al jefe del Estado”. Por aquel entonces, el mensaje político me importaba poco – ya vendrían otros tiempos -. Pero, entre tanta información, me enteré de que Kennedy tenía cuando lo mataron ¡cuarenta y seis años! Casi como mi padre, al que siempre consideré un viejo. ¿Por qué había dicho mi madre lo de “¡Qué pena! Con lo joven que era…” si tenía ya cuarenta y seis años? Aunque hay quien me dice hoy que soy una mezcla de “friki” y “vintage”, confieso que desde siempre me gustaron la zarzuela y la música coral. A veces, un profesor del colegio me prestaba algunos discos. Desde entonces, se me han quedado grabadas algunas letras.
Recuerdo una – creo que era de La Tabernera del Puerto de Sorozábal – que, de memoria, decía más o menos así: “La mujer de los quince a los veinte// es más dulce que el pirulí // De los veinte a los treinta emborracha // con su rico olor de jazmín // De los treinta a los treinta y cinco // es sabroso licor de anís…// ¡Las mujeres de quince y de veinte, de treinta y cuarenta me gustan a mí!!!…” Y yo pensaba para mí: “¿Cómo le puede gustar a alguien una mujer de cuarenta, si es ya una vieja?” Sí. Durante muchos años, para mí no había término medio y la frontera entre la juventud y la vejez estaba clara: Los cuarenta años. Era la edad en la que ya todos los futbolistas estaban retirados y en la que yo creía que los cantantes y los artistas, especialmente de cine, tenían que retirarse… porque “eran ya viejos”.
Los cuarenta.
Entonces, una edad tan lejana que me parecía que nunca llegaría. Inalcanzable. Pero llegaron. Llegaron al son de “El tiempo pasa”, la hermosa canción de Silvio Milanés: “Y en cada conversación// cada beso, cada abrazo // se impone siempre un pedazo // de razón.” Llegaron y pasaron. Y hoy, que mi edad empieza ya por seis, puedo decir que he tenido tiempo de revisar y cambiar muchas cosas. Así, la razón y, sobre todo, la experiencia vital me ha llevado a reconocer y valorar la riqueza y la belleza que da la edad. Para mis hombres y mis mujeres la frontera de la vejez se ha ido retrasando conforme iba cumpliendo años. Hoy la sitúo en un punto muy difuso bastante más allá de los ochenta años. Y eso, según los casos. Sí: he comprendido con la razón, y con el corazón y la vida, que un hombre y una mujer siguen siendo jóvenes a los cincuenta, los sesenta, los setenta y tantos años… porque pueden seguir creando y produciendo y porque siempre habrá alguien que los necesite y a quien puedan regalar algo. Que un hombre y una mujer pueden ser bellos a los cincuenta, los sesenta, los setenta y tantos años… Porque siempre habrá alguien al que le gusten y siempre podrán encontrar alguien a quien desear y de quien enamorarse perdidamente.
El que la edad de uno pase a empezar por cuatro, por cinco, por seis o por siete, no supone ningún cambio cualitativo en la línea continua de la vida. Y ahora me acuerdo de gente como Pepe Mujica, Amelia Valcárcel, Jorge Bergoglio (Papa Francisco), Rosa Montero, Clint Eastwood, Meryl Streep, Robert de Niro, Susan Sarandon, Leonardo Boff, Julianne Moore, Bob Dylan, Almudena Grandes, Noam Chomsky, Ángela Molina, Carmelo Gómez, Adriana Ozores, Nacho Duato, mis amigos Paco y Manolo… y tantos otros, anónimos y conocidos.
Y, como diría alguno de ellos,
¡¡A VIVIR, CARAJO!!