Por Brava Madrina

Era un mes de Agosto, pero yo no tenía calor. Solo sentía el nudo en el estómago que me marcaba la evidencia de que aquel viaje era el final de mi pasado. Solo sabía lo que estaba escrito en los papeles: que debía embarcar y tomar el vuelo a Londres. El primer paso para llegar a un prometido Hanói. Solo sabía, que en ese recorrido debía de encontrar una respuesta a mi propia decisión de cambiar, recuperar a la mujer que había en mi y volver a vivir, en algún sitio. Aquel viaje, a un país que había estado en guerra y había conseguido recuperar su propia paz, tenía que ser mi ejemplo. Y una crónica mental que aun recuerdo, comenzó así:

Del aeropuerto al hotel, cansada y confundida por el sueño, solo supe ver una ciudad en la que, con muy poca luz, grupos de personas se hacinaban en las puertas de las casas, para hablar y reír. Si no fuera porque estaba tan lejos y todos se me mostraban con rasgos diferentes, podría haber llegado a creer que, antes que yo, habían viajado hasta allí un grupo de familias andaluzas, con sus sillas y su tele, reunidos, a la fresca, en la entrada de sus casas. Como queriendo que me confundiera, que llegara a creer que no podía haber otra vida diferente. Vi, entre todos, a una anciana que fumaba una cachimba. El brillo de sus ojos negros, destacando en medio de la noche, me lanzó fuera de mi oscuridad.

“Mujer que estás en este lado. Ayúdame a creer que, de verdad, existe otro lugar, aunque no sea un paraíso. Dame sueños con el humo de tu pipa, dame descanso en mi confusión. Deja que duerma, y mañana entienda que aquí todo, al menos, apunta a ser de otro color”.

Hanói, con luz, se presentó como una auténtica masa de seres que no me miraban. Se mezclaban unos con otros, algunos vestidos de orientales, otros como humildes occidentales. Parecían estar de acuerdo en ir todos en la misma dirección. Me sentí confundida, perdida dentro de un parque temático. Sol, humedad, pero, sobre todo, gente. Mucha gente en bicicleta. Mucha gente andando, y mucha gente que parecía instalada en aquellas calles organizadas por gremios y profesiones. Una zona para lápidas y sepulturas, otra de flores de verdad, de plástico, de tela, de madera. Dos calles completas con tiendas que solo vendían papeles para regalo, tarjetas, lazos, cintas, bolsas, adhesivos de colores, sobres transparentes, lápices para rotular. Un escaparate perfecto para mis sueños de niña. La siguiente calle a mis ojos, pintaba de farolillos. Y después otras, llenas de tiendas y puestos que solo vendían zapatos!….Allí me demoré.. ¡tanto tiempo!. No importaba. Ya no iba a tener prisa. Chanclas, tongs, mules y al final de mi vista, botas rudas de cowboy. Fucsia, amarillo, azul. Verde limón. Giré otra esquina: cuadernos, lápices, bolígrafos, paquetes de hojas y tarjetas, gomas para borrar. Sellos y tampones con letras y animales, tintas, ceras y secantes. Después, la magia de las sedas: pañuelos, fulares, túnicas, camisas. Millones de adornos y collares de cuentas, siempre ordenados por los mismos colores. Cansada y casi devastada, decidí recorrer el resto, sentada en un rick-shaw. El anciano que pedaleaba, cuando pactamos el precio, ni siquiera me miró.

“Mujer que vendes zapatos, hazme olvidar la indiferencia. La desidia que se produce al final de cada amor. Hazme recordar que merezco que me miren, que me entiendan. Y que solo los necios que dejen de verme tras recibir su recompensa, serán a los que yo escupa de mi vida, en la que, en adelante, reinará primero la paz, y si acaso, el perdón”.

Tras el recorrido por el centro, llegué a la pagoda de Un-Pilar. Otra que, además de mujer, fuera diosa. Diosa de la fertilidad. Un altar en el centro albergaba la pequeña estatua. Su suelo lleno de ofrendas de flores, de frutas, de pequeños papeles con mensajes escritos, doblados e intercalados en las dotes de aquella reina ¿o era diosa?. Era mujer. Subí la escalinata de madera, aire solo a los lados, miedo a perder el equilibrio (como en las escaleras sin barandilla de los hórreos de mi pueblo). Hice mi propia ofrenda: un atillo de flores de colores y una barra de incienso, que me vendió la lugareña colocada a pie de pista. Me faltaba entregar el papelito del mensaje y, como no queriendo ser menos, saque de un bolsillo mi entrada de acceso al templo. Y la firmé, porque no sabía que poner. Pero, lo hice por si la diosa dudaba de que era yo quien se postraba a sus pies, esperanzada, entregándole una súplica sorda. Pidiéndole algún tesoro.

“Diosa/mujer que me miras altiva. Mira mis ojos, mírame bien y observa también mi cuerpo. Déjale albergar más vida, y haz que llegue a él algún tipo de semilla, aunque sea una semilla de flor. Mujer que eres madre y fértil, consuélame de mi desdicha, y no dejes que me ciegue en el dolor. Dame el consuelo de que las rosas, mis rosas, salgan cada primavera. Aunque solo sea en alguna maceta, de algún balcón ”.

Paseando entre los jardines, llegué, al fondo, a lo que creí que era una casa. Techo y columnas de madera labrada, sin paredes. Lleno de gente. En uno de los lados, unas puertas inmensas, que no cerraban nada. Era “todo exterior”. Sonreí a un grupo que, sentado en el suelo, celebraba algo. Una boda, pensé. Personas de blanco impoluto, que comían cuencos de arroz. Flores por todos sitios. Frutas, semillas, dos grandes ollas tapadas con algo dentro que no se me ofreció. De pronto, con la misma sonrisa de tonta que yo debía de tener en medio de aquella fiesta, se me acercó una poco más que niña. Me tendió una tacita con té.”Es una boda”, me convencí. Con mirada aprobadora, una mujer, más mayor, movía afirmando su cabeza, y también me sonrió. Me sentí embaucada de sorpresa. Cintas blancas, atadas de una a otra columna, adornaban aquel improvisado salón. Mientras bebía, embobada, tanteaba con mis ojos todo lo que quería saber. Un grupo extranjero se acercó. Oí al guía al que entendí lo suficiente: “Un funeral”, explicó. “Es una fiesta de muerte, que profiere una gran reencarnación”. Y yo buscando a los novios….

“Mujer que ya te has marchado pero, que buscas volver. Rezo aquí, entre los tuyos, y apuesto por tu regreso. Ayúdame, mujer, en el mío. Deja que, como tu, encuentre el nuevo lugar. Encuentre de nuevo un cuerpo en el que, al fin, se pueda anclar mi alma. Al menos, durante otro tiempo.”

Avergonzada al principio, feliz y satisfecha al final, acabé el té y me fui. Me reí. Caminé en dirección a la Casa de la Literatura. Compré fruta y agua a una reconocible vietnamita, con cestos colgados de la vara que apoyaba en su espalda. Pensé en los cientos de veces que me soñé así, como porteadora en equilibrio, con los hombros y los brazos fuertes. Sin perder la planta ante los compradores extraños. Mientras comía, llegué. Esperaba encontrar miles de libros antiguos. Pero ya solo quedaban unos escasos pergaminos, guardados en antiguas vitrinas. Y paz, mucha paz de estancias orientales. Esculturas de garzas y tortugas. Restos de una vieja sillería lacada en negro, raída. Piedras escritas que contaban la historia antigua del país. Me quedé con el recuerdo de la paz, las voces que mi mente quiso oír, las lecturas que supuse de jóvenes estudiantes. Y muñequitos de madera de colores, con hilos de marionetas, movidos por unas manos de mujer. No, no representaban a ningún Dios. Ni a ningún antiguo miembro de aquella casa. Solo eran un colorido souvenir.

“Mujer que mueves los hilos, mientras los hombres aprenden. No te lleves la humildad de mi ignorancia. Deja que perdure en cada nuevo lugar, en cada oficio donde la vida tenga algo que enseñarme. Haz que vuelva a mi la paciencia del estudio, y que el fin del antiguo vivir, no arrastre consigo la esperanza de llegar a saber. O al menos, la de intentarlo.”

Se acababa el día en la ciudad y, en un acto de turística rebeldía, me negué a visitar la tumba de Ho Chi Min. Al atardecer, crucé el puente de piedra que salvaba las aguas de un lago. Fui a ver la caída del sol, en las puertas del templo de Nogoc Son. Un templete a la espalda, y un gran buda frente a mi. Más de seis metros de salvación, tumbados en expresión sonriente. Como un plácido ser que se sabía eternamente allí, envuelto en el olor del incienso y el jazmín, conocedor de que, al poco, todos partiríamos para hacer que el mundo siga. El sin embargo, sin dormir, cogería en brazos a su vieja, sagrada tortuga ya, también de piedra, y la llenaría de emotivos cantos, a golpe de algo, que me pareció un gong. Un hombre que ni siquiera tenía cuencas para albergar ojos, parecía mirar aquella reconfortante puesta de sol. Un lesionado de guerra, pensé. O un niño nacido del semen de aquella maldita bomba.

“Mujer animal que yaces cada noche en los brazos de tu amado. Gracias por tu silencio. Por tu equidad. Por darme la referencia de que hay este lugar. Tortuga amistosa y célebre que antaño fuiste famosa. No anhelo entender tu magia. Solo quiero que este estado, que esta serenidad que de tu mirada llega, siga en mi. Y, después de verte, y de este día en que te encuentro, ya no quiero nada más. Solo vivir. Dame la fuerza de tu piedra. Deja que llegue hasta mi el amor de tu hombre tumbado. Hazme creer que ver el sol del final del día albergará en mi la aspiración de llegar, de nuevo, al amanecer ”.

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