Había una vez un lugar en el que nada tenía que pasar porque sí. Llegué allí a la edad de 12 años, aterrizando desde un sueño fantástico en el que mi hermano me transportaba el alma en una motocicleta espacial. No sé, en verdad, desde donde veníamos. Solo recuerdo que llegué dormida, apoyada en su espalda, procedente del relax que da descansar contra el cuerpo de alguien que te quiere, que tal vez daría, o no, la vida por ti. Pero, que sabe cuidarte con medida y sin pudor. Y aunque no quería salir de los cuentos de hadas de mi infancia, parecía que aquel bosque y aquel mar eran lo más mágico que jamás hubiera podido descubrir.
En los días siguientes, perdida en lo que me parecía un nuevo planeta, conté más de mil árboles, aromas y vientos. Me hice amiga de una hormiga viajera. Le escuché relatarme su escalada al David de Miguel Angel, y soñé con ella que íbamos en barco, ella al timón y yo sentada a babor, viendo delfines saltar amándose al atardecer. Se fue cuando recibió el telegrama de un dragón que le invitaba a volar con él hasta Estambul. Y yo, desde entonces, quise conocer el mundo.
Empecé haciendo excursiones por las montañas, contando ovejas despiertas, y acariciando sus pelos enroscados que algún día serían jerséis. Tras un tiempo que no se cuánto duró, mi hermano también se fue. No me abandonó. No me dejó. Simplemente, se fue, supongo que a su propio sitio. Entonces, sentí frío en la espalda, y descubrí que estaba sola. O que, simplemente, aun no sabía elegir estar acompañada.
Noche tras noche, miraba a las estrellas esperando una señal, tal vez de Dios, que me hiciera saber, al menos, donde encontrar refugio en aquella vida, atiborrada de intensidad y de valor. Habían pasado meses, ¿años?, no lo se, Vagaba de planta en planta, como un pájaro. De flor en flor. Y aunque encontraba personas y animales, fuentes, ríos, praderas y agujeros convulsos y negros como el carbón, ninguno decía nunca nada del planeta, ¿o era solo un continente? ¡Tanto tiempo ya, sin saber! Empecé a sentir calor cuando, un anciano leñador se cruzó conmigo en un camino. Me miró sonriente, y después lloró. Tenía rostro de padre. No entendí. Seguí andando.
En un mes de marzo, encontré un gato blanco como un dulce-cotón. Se instaló en mi vida y caminó a mi lado en el viaje de cada mañana. Apenas maullaba. Se desperezaba y se lamía las patitas, lavándose la cara con su felina saliva. Nos sentábamos juntos a ver amanecer, con legañas los dos. Por las tardes jugábamos al ajedrez y le enseñé a tejer con dos agujas. El me enseñó a revolcarme sobre el lomo y a cazar insectos a la orilla de los ríos. Nos contábamos sueños de andanzas aventureras que nos hacían gozar ¿de qué? Yo de él, el de mi…aun no sabía de qué más. La supervivencia se hizo grata. Y no hubo nada que fuera más importante.
Pasó el tiempo, y seguía atravesando las horas sin mucho más que nuestra pura existencia. De pronto eché a correr detrás de un montón de mariposas. Y entonces, apareció un él, que se me hizo diferente. Recuerdo bendito de amistad, que surgía en el final de una noche de verano. Hombre joven, cuidadoso y fugaz como una estrella, posaba su mano encima de mis hombros, sin decir nada, sin ni siquiera mirarme, con la única intención de hacer sentir que estaba allí, a mi lado. Ahora creo que él sintió que ansiaba amarme. Entonces no entendí. Pero el sonido de las olas me cantó: “joven niña que tanto buscas, ya no preguntes más: estas en la Isla del Amor”. Que maldita certeza me invadió entonces….
No me sentí libre, claro que no. Pero, yo le dejé contar. Le dejé embelesarme. Me dejé querer sin hacer nada. Hidalgo y majestuoso, en mi primer rubor, me besó. Nunca me dijo un te quiero. Y yo simplemente entendí, en noche de luna llena, que me tocaba recordarle para siempre. Porque se fue, claro. Él también se fue. Mi gato blanco murió el día después.
Hubo más hombres, claro que sí. Hubo más gatos, más ovejas y más hormigas. Hubo flores y lunas sin cesar. Hubo amor. Incluso hubo otro hermano de visita. Pero, lo cierto es que he pasado el resto de mi vida sin esperarle, pero esperando. Desde entonces, desde aquel él, tengo mucho más que contar. Porque allí nací para vivir historias bonitas. O tal vez, porque un día, muchos años después de mi llegada, me regalé esta llave para crearlas. La llave de los cuentos. Y de tanto soñar despierta, ya no he querido dormirme nunca más.
Había una vez un lugar, fuera del mundo, en el que todo podía pasar……