Por Maite Barrio
Comencé a sospechar la primera vez que se me pasó por la cabeza pensar que, quizá, sería bueno tener siempre una muda sin estrenar “por si pasa algo”, parafraseando a mi madre. También contribuyó el hecho de oírme decirle a mi hijo: “no te pongas calcetines viejos para salir, por si te tienen que llevar al hospital”. Y a partir de aquí la cosa fue in crescendo. Primero fue mi resistencia a ponerme gafas “para leer”, hasta que me di cuenta de que mis superpoderes de Elastic Girl no daban para más. Y luego llegó lo peor (cumpliéndose a rajatabla esa frase que nos encanta a los periodistas, “lo peor está por venir”). El Darth Vader de los traumatólogos me llevó al “lado oscuro” de la coquetería y, sin que se le moviera el único pelo que tenía en la calva, me diagnosticó una “artrosis en el dedo gordo del pié provocada por la degeneración ósea”. “Y una mierda, eso lo tendrás tú en el cuello porque pareces el Papá Noel que venden en los ‘chinos’de rígido que estás”, pensé. Pero sí, no había lugar a la duda. Y me dijo, ¡a mí!, que de tacones nada. He renunciado a los de aguja, nada más; si se cree que voy a dejar de ver el mundo desde los andamios está listo.
El siguiente nivel lo alcancé cuando, lejos de ultrajar mí conciencia sufragista, apunto estuve de invitar a cenar al obrero que estaba levantando la acera de mi portal cuando me dijo un piropo. Y desde ese momento aquello fue un no parar. Ni que decir tiene que todas mis amigas, primas, vecinas y, en especial, las antiguas compañeras de clase, ¡pero todas!, sin que asomase un más mínimo atisbo de vacilación por mi parte al decirlo públicamente, se mantenían bastante peor que yo. Después llegaron las miradas de condescendencia de mi hijo mayor (20 años) al decirme que escribía “cosas de adolescente” en el Facebook, y, mucho peor aún, cuando me recriminó que, según él, me estaba “obregonizando” en mi forma de vestir.
Pero lo que realmente desató todas las alarmas, o más bien lo que confirmó el diagnóstico, fue cuando llegué a la conclusión de que lo que estaba realmente bien era tener un novio como diez años mayor que yo para ser siempre yo la “yogurina” de la relación.
Y en estas andaba cuando, escuchando un día una entrevista en la radio, supe que no estaba sola en este sin vivir, en este limbo de la existencia, sino que formo parte de un extenso grupo de humanos que tienen estos mismos o similares síntomas de no se sabe el qué: los madurescentes. Me sonó a incandescentes, fluorescentes, efervescentes, iridiscentes…Y me gustó. Y pensé que si había que serlo, pues se era, como Patxi el del chiste, que se hizo de Bilbao como los ‘aceros’. Y que asumir sí, pero resignarse nunca, aunque de esto ya hablaré otro día aquí.
Pincha aquí para visitar mi blog