Por Leticia Acevedo

La madurescencia abarca un amplio colectivo, con muchas diferencias individuales y de rango de edad. No es una segunda juventud, ni sinónimo de una nueva adolescencia a los 50 años. Tampoco es una etiqueta. Pero sí un nombre para entender y dar cabida a lo que le ocurre a la persona en este período de la vida, la mediana edad de la vida (de los 40-45 a los 65-69 años).

Se trata de una novedad demográfica, como ocurrió cuando se acuñó el término de adolescencia a comienzos del siglo XX. Ambas etapas, y no es casualidad el término madurescencia, tienen coincidencias en lo relativo a los grandes cambios que se producen en el desarrollo biológico, psicológico, sexual y social del individuo. Además de estos cambios, la adolescencia y la madurescencia se caracterizan por una búsqueda de identidad.

Y es que a medida que la esperanza de vida va amentando, los adultos y la tercera edad no son lo que eran y aparece la cuarta edad. Niño, adolescente, adulto, ¿madurescente? (¿por qué no?), tercera edad y vejez o cuarta edad.

Freud (médico y neurólogo, padre del psicoanálisis) sostenía que la existencia del hombre tiene una doble finalidad: por un lado cumple un fin para sí mismo y por el otro cumple con un fin para la especie. La primera hace referencia a todo el proceso de la vida de la persona y la segunda más específicamente al fin reproductivo. Siguiendo esto, la madurescencia haría referencia al proceso psíquico de la persona que se activa cuando ya no cumple esa función reproductora e inicia su envejecimiento, o mejor dicho cuando es más consciente de su envejecimiento puesto que envejecemos a medida que pasan los días desde el mismo momento en que nacemos.

Se produce entonces en la madurescencia un momento de inflexión. Antes o después, se hace balance de la propia vida. Y es una introspección que es en esa segunda mitad de la vida, por lo que el paso del tiempo está más presente. Los cambios en el cuerpo (las arrugas, las canas, los primeros ‘achaques’, menopausia o andropausia) y en la sexualidad, la muerte de los propios padres, el crecimiento de los hijos, los nietos, las enfermedades de coetáneos, el final de la etapa laboral, etc, nos ponen en primer plano que la vida es finita, que no se puede echar atrás en el tiempo y que el reloj sigue marcando los años.

¿Estoy donde quiero estar?, ¿Es esto todo lo que hay?, y preguntas parecidas son frecuentes en estos años. La persona suele plantearse las elecciones que ha hecho, lo ganado y lo perdido, los proyectos no realizados, los deseos que quedan por hacer…, y todo esto remueve.

El psiquiatra Guillermo Julio Montero habla de transición madurescente o de crisis madurescente. La transición es considerar la madurescencia como una etapa más, con los cambios que trae, con las pérdidas, las luchas y las ganancias que conlleva, como cualquier otra etapa. Es un momento para profundizar en uno mismo y en el desarrollo individual de cada uno, así como en las relaciones con los demás (pareja, familia, amigos…).

La búsqueda de nuevas experiencias y proyectos, así como el reencuentro con intereses y aficiones pasadas, olvidadas o dejadas de lado, aparece con fuerza en esta etapa. Y todo esto se hace con la ventaja del aprendizaje que trae la experiencia de todo lo vivido y del conocimiento de uno mismo.

En algunos casos la madurescencia puede llevar a una ‘crisis’. La persona que tiene una dificultad con la vida, con el avance de la vida y de la mediana edad va a tener una mayor ruptura ante la dificultad de afrontar esta nueva etapa.

La crisis madurescente tiene que ver con creencias del tipo que la vejez es igual a decadencia o enfermedad, o que después de la vejez viene la muerte, por poner unos ejemplos. Y la realidad es que uno envejece siempre y la muerte está presente en todas las etapas de la vida, puede acontecer en cualquier momento, aunque a partir de ahora se haga más consciente.

Podemos creer que la vida empieza y termina en la juventud. Sin embargo la vida empieza cuando uno decide vivirla. Cuántas veces andamos con el piloto automático y se nos pasan las experiencias y los años. La juventud no tiene que ver con tenerlo todo, ya que en cada etapa podríamos decir que falta algo. Al niño le falta experiencia, al adolescente una libertad que ansía, al adulto joven tiempo por estar más centrado en el trabajo, etc.

Es cierto que estamos en un momento social de primacía de la imagen, en el que hay una negación de la vejez y un deseo de que el tiempo no pase. Cuenta de esto es el deseo por mantenernos jóvenes, que no se note que cumplimos años, tratamientos y operaciones que prometen quitarnos años de encima y un largo etcétera. Y es que mirar a los que tienen más edad, a sus arrugas o ‘achaques’, es mirarnos en el espejo, es ver lo que vamos a ser el día de mañana.

Nos encontramos también en un momento de muchos cambios a nivel social, un modelo en el que los madurescentes no se sienten identificados. Hay cambios en las funciones tradicionales de los roles de la mujer y del hombre (la mujer ha salido a trabajar y el hombre ha entrado en las labores domésticas), no hay referentes en generaciones pasadas (volcadas en el trabajo y la familia, prestando poca o nula

atención a los intereses y deseos propios), hay una sobrevaloración de la juventud en detrimento de la madurez, y los madurescentes se pueden encontrar algo perdidos.

El madurescente de hoy en día tiene que reinventarse y crear su propio camino, hacer revisión de la propia vida, de cómo ha llegado a convertirse en el adulto que es y desde ahí ver hacia dónde se quiere encaminar. Recordando que, como todas las demás, es una etapa de luchas y de oportunidades.

Leticia Acevedo,

Psicóloga en Caminando Contigo Psicoterapia

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